October 14, 2025
Politica

el nuevo mapa político detrás de Milei en el Movistar Arena

  • October 14, 2025
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El show del Movistar Arena no fue un acto político disfrazado de recital sino una confesión explícita de que el gobierno necesita reencantarse a sí mismo antes de

el nuevo mapa político detrás de Milei en el Movistar Arena


El show del Movistar Arena no fue un acto político disfrazado de recital sino una confesión explícita de que el gobierno necesita reencantarse a sí mismo antes de volver a buscar votos afuera. Milei apareció como siempre quiso verse: iluminado, desaforado, rodeado de jóvenes que lo aplauden como si estuvieran pagando la entrada más cara de su vida cuando en realidad los subieron a micros organizados por punteros que se disfrazan de libertarios para no admitir que están construyendo lo mismo que decían detestar. La entrada “gratuita” con inscripción previa funcionó como un filtro de fidelidad y como control de daños: no fuera cosa que se mezclara algún desencantado, algún arrepentido o, peor, alguien que no quiera sacarse selfies con los influencers de turno que llegaron para mantener viva la épica del iluminado antisistema que ahora factura como rockstar institucional. Lo más notable es que casi nadie fue a escuchar un discurso programático. Ni hace falta. La liturgia se sostiene sola aunque el país se prenda fuego y aunque la gestión acumule contradicciones en serie. Es un culto envuelto en merchandising oficialista donde la palabra ajuste se evita y la palabra salvación se pronuncia como si todavía estuvieran en campaña.

Juventudes libertarias y verticalismo en construcción: el nuevo mapa político detrás de Milei en el Movistar Arena

El evento fue presentado como lanzamiento de un libro que nadie fue a buscar y que funciona más como souvenir que como texto. El decorado de estadio techado, luces, pantallas y arengas confirma que el mileísmo entendió rápido cómo hacer que la devoción política funcione como un consumo emocional: vas, cantás, grabás historias para subir a Instagram, decís que estás viviendo la revolución aunque lo único que estés viviendo es un recital de egos donde el líder canta sus hits y los fans completan lo que él deja en suspenso. La ruptura con el discurso tradicional no está en las ideas sino en la forma de hacerlas espectáculo. El carisma como respaldo, la mística como argumento y el griterío como blindaje frente a la realidad. Mientras tanto, afuera del estadio la mitad del país no sabe si llega a fin de mes y la otra mitad se pregunta cuánto falta para que el experimento termine de explotar.

Los micros que llegaron desde las provincias no fueron una aparición espontánea del pueblo libertario sino la prueba más evidente de que la épica del individuo libre dura hasta que hace falta llenar un estadio. Córdoba, Misiones, Chaco, La Pampa, Corrientes: todos aportaron contingentes acomodados como en cualquier aparato tradicional, con horarios, coordinadores, listas y responsables. La farsa del espontaneísmo quedó enterrada abajo del aliento adolescente que repetía slogans como si fuera rebeldía cuando en realidad están actuando el personaje que el gobierno necesita mostrar. Lo único auténtico fue el entusiasmo, y ni siquiera porque el entusiasmo tenga contenido, sino porque la devoción los salva del terror a quedarse afuera de algo que sienten histórico aunque nadie pueda explicar qué historia están escribiendo además de su colección de videítos.

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La inscripción previa en las plataformas de las Fuerzas del Cielo funcionó como una forma bastante eficiente de cribar quién entra y quién no. Nada de movilización abierta. Nada de “vení si querés”. Acá el ingreso es controlado, registrado, geolocalizado y luego usado para ordenar quién pertenece y quién está en la fila de espera de la obediencia. Atrás quedó el mito de los libertarios autoconvocados y adelante emergió una maquinaria prolija, con estética romana, bordó y dorada, donde cada agrupación se identifica por colores como si compitieran en una liga de franquicias ideológicas. Las banderas amarillas con serpientes, símbolo de la rebeldía made in 2023, brillaron por su ausencia. Ahora la identidad se organiza cromáticamente: bordó y dorado para los devotos de Santiago Caputo, púrpura para los ungidos por Karina Milei, y un resto de fans usando negro para no confundirse entre tribus. La segmentación es tan precisa que algunos entran por ser fieles y otros por alinearse con los que reparten bendiciones desde arriba.

Karina Milei fue la gran elegida sin decir una palabra. Él la nombró en escena como si presentara a una emperatriz, y nadie se atrevió a preguntarse cómo una hermana sin cargo institucional maneja listas, fondos, definiciones territoriales y futuros candidatos como si el Estado fuera una pyme familiar heredada. Ella decide quién escala y quién es barrido debajo de la alfombra, como Espert o Marra, que desaparecieron del radar sin que sus excompañeros pronuncien sus nombres. La lógica es simple: el que deja de ser útil queda eyectado, y el relato se reescribe de inmediato para fingir que nunca estuvo. Lo mismo pasó con dirigentes que hasta ayer eran la nueva derecha descontracturada y hoy parecen extras obedientes de una obra que ya no entienden pero a la que no se animan a renunciar. El estilo de conducción es vertical y mudo: nadie sabe, nadie pregunta, todos obedecen o se callan.

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El recambio juvenil es otro acting brillante: Rocío Gómez, elegida jefa de la Juventud Libertaria, aparece como la cara fresca de un movimiento que vende rebeldía pero administra poder con la lógica de un comité de ancianos. Los que se autopercibían líderes naturales en redes quedaron desplazados con la misma sutileza con la que se oculta el ajuste. Los sub-30 que ahora ocupan lugares estratégicos no llegaron por genuina militancia horizontal, sino por un sistema de padrinazgos donde cada dirigente mayor entrega un heredero joven para maquillar la estructura y prometer renovación. En paralelo, lo más ácido es que muchos de ellos defienden con vehemencia discursos que ni siquiera resisten contraste con los datos. Hablan de exceso de empleo público mientras sube el desempleo privado, dicen que el que no trabaja es por falta de ganas, mientras ellos mismos viven del funcionariado o del presupuesto que antes denunciaban como gasto parasitario.

Las justificaciones sobre universidades, discapacidad o subsidios son un copy paste de indignación prefabricada. Reclaman auditorías que no existen, denuncian privilegios sin revisar los suyos, y repiten como loros que el ajuste es moralmente necesario porque alguien robó antes. Lo más funcional del relato no es su coherencia, sino su capacidad de convertirse en sensación colectiva: si algo duele, es culpa del pasado, si algo se resquebraja, es culpa del enemigo interno, si algo explota, es parte del camino hacia un futuro glorioso. Y si nada mejora, la culpa será de quienes no tuvieron suficiente fe.

Mientras adentro se gritaba revolución, afuera el clima fue exactamente el que se esperaba de una hinchada identitaria con complejo de cruzada. Hubo piedrazos, empujones, huevos, insultos a todo el que cuestionara la puesta en escena. La policía fue aplaudida cada vez que se movía como si la fuerza pública fuera la banda de seguridad privada de un club de fans. La reverencia al orden mezclada con la euforia agresiva genera la ilusión de que pelear en la calle por un líder pop los convierte en héroes de una batalla moral. No importa si el enemigo son asambleas vecinales, izquierda, peronismo o la tía que cobra la mínima: el adversario está donde el guión lo necesita.

Juventudes libertarias y verticalismo en construcción: el nuevo mapa político detrás de Milei en el Movistar Arena

La aparición amistosa de personajes como Diego Santilli no incomodó a nadie, porque la contradicción se volvió parte del decorado. Así como antes se gritaba casta para todo lo que se moviera dentro del sistema, ahora se bendice cualquier alianza que sirva para mantener viva la mística y no perder territorio. Lilia Lemoine revoloteó otra vez por los pasillos como recuerdo de que este gobierno también genera sus propias estrellas descartables cuando la trama lo pide. El mileísmo mata y resucita figuras sin ruborizarse porque lo que ordena todo no es la coherencia sino el efecto inmediato: si suma, entra; si molesta, se esfuma.

La pregunta de fondo, la que nadie en ese estadio va a hacerse mientras canta y sube videos, es si esta reafirmación del núcleo duro puede disimular la tormenta que se cocina afuera. La economía sangra, los aliados se fugan, las internas queman, las denuncias huelen peor que antes y la paciencia social tiene fecha de vencimiento. Pero el mileísmo funciona como cualquier fenómeno de fe: aunque la realidad lo golpee, siempre encuentra una forma de decir que el problema es el tiempo, la traición o el enemigo de turno. Ese rezo colectivo envuelto en puesta escénica sostiene lo que queda de un liderazgo que empezó como rebeldía y ahora se parece cada vez más a un orden viejo con luces nuevas.

El Movistar Arena fue menos un acto político que un espejo de época: jóvenes buscando sentido en un líder que grita más fuerte que la desesperación que llevan encima, adultos que juegan a la revolución mientras negocian cargos con los mismos a los que insultaban, y una estructura que se vende como tormenta libertaria mientras reproduce la lógica del manual más rancio del poder. Un recital para fans en un país en crisis, un experimento emocional que reemplaza la política por catarsis amplificada y un gobierno que se dice nuevo mientras imita con disciplina quirúrgica todo lo que alguna vez juró dinamitar. En ese estadio no se lanzó un libro: se sostuvo una creencia frágil con luces, gritos y la promesa de que el desastre es preferible a despertar.

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