November 28, 2025
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Diego, el jugador inseparable de la persona

  • November 25, 2025
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Hay espíritus impresionables y los hay escurridizos, hay consciencias sucias y también hipócritas. Seguramente del cenagoso carácter de la consciencia media –¿la “falsa consciencia descripta por Luckács?– proviene

Diego, el jugador inseparable de la persona


Hay espíritus impresionables y los hay escurridizos, hay consciencias sucias y también hipócritas. Seguramente del cenagoso carácter de la consciencia media –¿la “falsa consciencia descripta por Luckács?– proviene la idea de que Maradona fue un gran jugador de fútbol, pero como persona, resulta pasible de juicios y epítetos que subjetividades bien pensantes o periodistas rastreros no se han ahorrado en todos estos años. Presuponen dos cosas: en primer lugar, que se puede separar al jugador de la persona, en segundo lugar, que, una vez asumida tal separación, el aspecto personal no sólo no acompañaría la maestría deportiva, sino todo lo contrario. Tal vez, del mismo lugar de enunciación que pretende un Diego particionado, provenga un imaginario más contemporáneo, para el cual Messi aparece como contraejemplo, caso de un jugador que combina la excepcionalidad de su juego con una vida privada prolija, casi tan perfecta como se ven las historias sin historia en las redes sociales.

Nos gustaría afirmar, en contrario, que cuando se trata de la figura de Diego, no es sensato, ni honesto, ni conceptualmente acertado hacer esa separación. Mientras tanto, para el caso de Messi, la distinción entre el jugador y la persona es más clara e incluso pertinente.

¿Bajo qué clase de mirada moral es posible distinguir las torsiones del cuerpo de Digo en la cancha, de sus girones vitales? Se trató de alguien que se jugó entero en cada terreno, entre el césped que hizo suyo y una esfera pública que lo conoció provocador. Hay una continuidad entre la pasión y el contagio que ejercía en cada equipo y el compañerismo y los códigos que manejaba fuera de la cancha. Entre el potrero que lo seguía a cada vericueto de un partido de fútbol y la fiesta a la que supo entregarse en cada ámbito social que le tocó en suerte. Diego fue un torbellino y un hombre de gran ternura, tan rebelde ante el poder que fuera como preso de su excesiva humanidad. No tiene sentido mutilar el espíritu de Diego, una unidad de sentido propia de una vida generosa.

Diego, el jugador inseparable de la persona
Fotos de Valerio Bispuri.

Toda su seguridad jugada cada vez, en cada partido y cada torneo, tensa de un modo, a su vez, inseparable su insegura relación con el mundo, recubierta de capas no calculadas de aspereza, altanería, incluso a veces de cierta violencia. El tipo más conocido del planeta fue también pudoroso en encuentros, presentaciones y entrevistas; lo fue, por ejemplo, cuando acudió a la invitación cursada desde la Universidad de Oxford (1995), jugando de visitante y sin dejar de mostrarse como Diego. Dueño de un carisma y una simpatía que también los estadios supieron reconocer, oscilaba entre una exposición exasperada y la necesidad de recluirse, defenderse, contraatacar. La genialidad de sus jugadas, la elegancia de su estilo, la belleza de sus goles, pases y tiros libres le permitían sentirse otro, por eso solía hablar de sí mismo en tercera persona. Al mismo tiempo, algunos de los ámbitos que frecuentaba también lo ensimismaron.

Vivió como quiso, una vida vivida en serio. Y, justamente, nada más en serio que su desplazamiento permanente y su burla a toda seriedad. ¿Es algo que cualquiera de nosotros se permitiría? Vivir de esa manera, ¿no es, acaso, una forma de interpelar al resto? Y vaya que despertó pasiones… Del amor incondicional de los de abajo, hasta el resentimiento y la injuria de quienes viven la vida como un hecho privado. Diego fue una figura pública en el sentido más vital; como él mismo dijo más de una vez, era “el Diego”, porque así lo llamaba la gente común y él nunca dejó de ser parte de esa esfera común. Por eso lo llamamos en algún otro texto, “el amigo público”[1], aquel que, en una sola jugada, en una tirada de dados, vincula la rareza de la singularidad con la apertura de lo común. Diego fue único y como cualquiera al mismo tiempo. 

Diego, el jugador inseparable de la persona
Foto de Valerio Bispuri

A Messi corresponde reivindicarlo como jugador, quererlo en la cancha. Genio juvenil, de prolífera carrera que, en retirada, se puso al hombro un mundial. Tal vez sea de los jugadores que mejor maduraron en la historia, alguien conocedor de su cuerpo hasta el más ínfimo detalle, cuando de fútbol se trata… la economía de fuerzas, posición, participación, incluso de disposición anímica en ese mundial significa una gran consagración para su carrera. Pero claro, no se puede decir nada parecido en términos personales. Más fácilmente asimilable por el establishment de países occidentales y medio orientales, se mueve con comodidad en un mega evento de magnates, donde personajes sin escrúpulos buscan imponer sus propias trayectorias como ejemplos de vida. No se lo vio pudoroso, sino eficaz. A diferencia de su gran generosidad como jugador, de su don y su diferencia real en la cancha, fuera de ella todo parece esfumarse. En el mundo de la vida Messi es una estrella que calcula su carrera, que mide sus enunciados, alguien que no se mancha las manos y que, de tanta asepsia supuestamente apolítica, termina enlodado en un festival de la derecha rancia y supremacista en un país que persigue a sus inmigrantes. ¿No tiene nada para decir, entre publicidad y publicidad, entre contratos millonarios y paseos por escenarios lujosos de Miami?

Diego no fue calculador, ni dentro ni fuera de la cancha. “Me equivoqué y pagué”, dijo. Mirando de frente a una tribuna y una cámara, pero nunca agachó la cabeza. Dijo su sentir con el pecho erguido de siempre, con algo de drama en sus palabras, porque la vida es desgarro antes que especulación. Y Diego se parece más a la vida que Messi. En cambio, el sano de Messi quedó envuelto en una causa por evasión, el crimen de los magnates de estos tiempos, los que dañan al resto, los que escapan a las cuentas públicas, evitando pagar justo lo que se destina a jubilaciones, educación, infraestructura en barrios populares… todo lo que Diego defendía. Diego se hizo daño a sí mismo y, claro, como cualquier mortal habrá maltratado a más de una y un cercano… y que se equivocó feo, lo sabemos mientras nos quemamos las manos. El tango dirá de Troilo, “tan sólo fue flaco con él mismo”… Diego fue exuberante consigo mismo, pero siempre estuvo ahí para hacerse cargo de los costos. Porque Diego fue cuerpo, estaba siempre ahí. Aún para una época que desmaterializa la experiencia mientras la digitaliza, Diego sigue teniendo incidencia, como indicio de una materialidad densa. La proliferación de imágenes suyas es muy anterior al estallido de las fotografías tomadas con el celular, muy anterior a la aparición de las redes virtuales. Las filmaciones son muchas veces caseras, de formatos bien diversos, otras tantas tomadas de la televisión o de películas y cortos que le fueron dedicados. Existen todas esas imágenes porque Diego ponía el cuerpo, estaba en muchos lugares, iba donde lo requerían cada vez que podía. Partidos a beneficio de personas desvalidas, acompañamientos, encuentros amistosos y tantas formas de compromiso que lo encontraron diciendo presente. En la época de la virtualidad, de la imagen calculada y a la vez obscena, cada vez que vemos imágenes de Diego, indistintamente en la cancha jugando o haciendo sus barrocos precalentamientos, o fuera de ella, riendo, bailando, peleándose con alguien o puteando a los cuatro vientos, sentimos el guiño de la vida que insiste. Gracias Diego. 


[1] Pennisi, A. (2024), “Diego. El amigo público”, en Diegologías, publicado por la revista Meta.



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