October 21, 2025
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El día que La Paternal vio debutar a Diego

  • October 20, 2025
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Hace 49 años, un miércoles 20 de octubre de 1976, el cielo de Buenos Aires estaba pesado, con ese calor que parece derretir la tarde. En La Paternal,

El día que La Paternal vio debutar a Diego


Hace 49 años, un miércoles 20 de octubre de 1976, el cielo de Buenos Aires estaba pesado, con ese calor que parece derretir la tarde. En La Paternal, las tribunas de Argentinos Juniors no sabían que estaban a punto de ver algo más grande que un debut: iban a ver nacer un mito.

Tenía quince años, la melena espesa y los botines gastados de tanto jugar en los potreros de Villa Fiorito. Su nombre ya circulaba entre murmullos: «Hay un pibe que la rompe en los Cebollitas -decían los viejos de tablón-; uno que juega con la pelota como si fuera su amiga de toda la vida».

El técnico, Juan Carlos Montes, lo llamó despacito, como si no quisiera despertar al destino:

—Pibe, calentá que entrás. Y si podés… hacé un caño.

Y el pibe sonrió. Porque eso —hacer un caño— era su manera de presentarse al mundo.

Entró en el segundo tiempo, con la camiseta número 16 y con el corazón galopando más fuerte que los bombos de la popular. Enfrente estaba Talleres de Córdoba; hombres grandes, piernas duras, experiencia de sobra. Pero Pelusa no vio rivales: vio cancha, vio espacio, vio el sueño de su vida haciéndose real.

La primera pelota que tocó la hizo pasar entre las piernas de Juan Domingo Cabrera. Un caño limpio, insolente, de esos que hacen callar al estadio un segundo y después arrancan un «uuuh» que no termina nunca. Fue su bautismo. El primer acto de rebeldía de un chico que no vino a pedir permiso, sino a jugar.

Dicen los privilegiados que estuvieron esa tarde en la cancha que no vieron debutar a un jugador: vieron nacer al fútbol de nuevo. Que cuando tocó la pelota, el pasto se volvió potrero. Que Diego era potrero puro, hecho de tierra, picardía y caricias a la pelota. Que cada toque tenía gambeta, esa forma de esquivar la vida como quien sortea patadas y miserias con una sonrisa.

Testigo del debut de Diego

Uno de esos privilegiados fue Beto, socio vitalicio y vecino de toda la vida. «Conocí a Diego allá por el 69. Le llevaba unos ocho años. Lo tuve de vecino hasta los 80. Era un pibe del que ya se hablaba en todos lados. Jugaba en los Cebollitas y la rompía», cuenta.

Al barrio, vino en el 78: su primera casa en La Paternal fue en Lascano y Gavilán; antes, viniendo de Fiorito, el club le alquiló una casa en Marcos Sastre y Argerich. Recuerda cómo el barrio entero se movía al ritmo de ese chico que ya parecía tener un destino escrito.

«Ese día fue un calor terrible —dice—. Me acuerdo de hombres de saco, corbata y maletines en la tribuna, venidos directo del laburo. Era miércoles y muchos se escaparon del trabajo. Yo tenía una ferretería con un amigo y, para decidir si íbamos o no, tiramos una moneda al aire. La suerte estuvo de mi lado y fui ese miércoles a la cancha. Y esa decisión me cambió la vida: vi al pibe de Argentinos, al Diego del potrero, debutar por primera vez».

No sabían bien a quién iban a ver, pero algo se sentía en el aire. Había una electricidad en la atmósfera del estadio, una vibración distinta, como si la pelota esperara a su dueño. Y cuando Diego entró, esa vieja cancha de tablones —la de Gavilán y Boyacá, el templo de madera que olía a aceite de esmeralda— se convirtió en una fiesta de barrio. Ahí, entre los tablones, empezó la historia.

Unas semanas después, Beto volvió a cruzarlo. «Lo vi por la calle Marcos Sastre y le dijimos con un grupo de amigos: ‘Diego, el helado está pago’. Fue ahí porque Diego vivía cerca de esa casa que le alquilaba el club en Marcos Sastre y Argerich, y vino, se sentó con nosotros en la mesa donde estábamos. Así era él, un pibe de barrio, de vereda, de los que se quedaban a charlar sin apuro. La Paternal era eso: abrazo, pelota y heladería a la vuelta». En esa zona, conoció a Claudia Villafañe, que vivía en esa cuadra, y empezó otra historia de barrio gigante.

El tiempo pasó y el estadio cambió su piel, pero el barrio guardó la memoria. El viejo templo de madera fue levantando otra vez su estructura y hoy late como Estadio Diego Armando Maradona, orgullo del Semillero y cuna del mito. Allí funciona el Museo «El Templo del Fútbol«, con camisetas, botines, banderas y fotos que cuentan, paso a paso, cómo ese chico de Fiorito se hizo eterno.

Beto siempre anda por el museo, recorriendo los mismos pasillos donde un día corrió la leyenda. «En el museo no mostramos solo reliquias —dice—. Mostramos la vida que rodeaba a la pelota: el potrero, la madera, las calles, la mística de La Paternal. Eso también fue Diego». Y agrega una postal de aquellos años: Diego iba caminando a la cancha, a veces acompañado por don Diego; en la puerta, los vecinos lo alentaban con un «¡Vamos, Diego, eh!», pura pasión de Bicho de La Paternal.

Diego

Y entre recuerdos y goles, Beto lo explica con lenguaje de cancha: «Para mí, el último 10 fue Riquelme —ese que piensa el fútbol con pausa, como si el tiempo se detuviera cuando la pelota pasa por sus pies—. Y Bilardo es un sabio, de esos que entienden que el juego también se gana en los detalles, en el trabajo invisible, en la cabeza. Los dos, a su manera, hablan de Diego: uno por la belleza de jugar; el otro, por la obsesión de ganar. En el medio, él, el único capaz de unir esas dos almas del fútbol argentino».

Después llegan las anécdotas que Beto guarda como tesoros. «Cuando Diego pasó a Boca, no lo fui a ver —dice—. No por enojo, sino porque era raro verlo con otra camiseta. Pero lo seguí siempre, porque era Diego, el de Fiorito, el nuestro».

Le cambia el tono y se le ilumina la cara: «En Nápoli, me volvió a enamorar. Era el pueblo contra los poderosos, el sur frente al norte. Cada vez que entraba a la cancha, Nápoles era una bandera. Diego los hizo campeones y felices. Eso no lo hace cualquiera».

Y entre tantas vueltas, otra historia que emociona: «Cuando volvió a Newell’s, me conmovió. Yo sentía que al principio volvía a Argentinos, que pegaba la vuelta al barrio. Pero Diego siempre volvía a todos lados: a los amigos, a los potreros, al fútbol. Esa era su casa».

Diego

Y cuando le preguntan por el mejor, Beto no duda:

—Me quedo con Diego. Hasta en el salto era un artista. Cada festejo parecía una pintura, una gambeta al aire, una forma de decir que la alegría también se juega.

Porque aquel pibe no era solo un jugador.

Era la revancha del barrio.

El hijo del potrero.

El más maravilloso de esta tierra.

Y desde ese día, hace ya cuarenta y nueve años, el fútbol, la pelota y el mundo supieron su nombre:

Diego Armando Maradona.



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